lunes, 12 de octubre de 2015

Desde que el mundo se hizo mundo

La peatonocracia y sus aliados
Hubo un tiempo en el cual no existían los neumáticos radiales ni los motores diesel. La gente vivía sin bocinas ni semáforos con un tipito dibujado dando el paso para cruzar. Las sendas peatonales cruzaban la tierra entera, y no solamente las bocacalles de las esquinas. Hubo un tiempo en el que todo esto fue cierto, y no fue un tiempo corto. El 99,9% de la historia de la humanidad no fue otra cosa que la historia de los tipos a pie, la historia de los peatones.
Iban a pata aquellos diez mil ejemplares de homo sapiens que salieron de África para poblar el mundo. Caminaban todo el tiempo, como locos, los cráneos que aprendieron a pulir la piedra y hacer fuego y sembrar vegetales. Corrían libres nuestros antepasados que persiguiendo manadas abandonaron siberia y se mandaron para el continente americano. Todo estaba bien en ese mundo, hasta que a algunos pueblos, que habitaban lo que hoy sería kasajistán en la zona de Asia Central, se les ocurrió domesticar unas bestias horribles, que denominaron caballos. Ahí, tempranamente empezó a claudicar ese primitivo mundo peatonócrata, donde los que gobernaban eran los peatones. A partir de allí, los caballos fueron para los jefes, como hoy, que pasa lo mismo con las Toyotas Hilux.

 Algunas zonas del mundo resistieron. El desierto de arabia resistió hasta el 1000 antes de cristo, cuando se domesticaron unos bichos feos y jorobados, los camellos. El continente americano por su parte, fue peatonocrata hasta 1492. Con la conquista vinieron los ponis, las carretas y las diligencias. Pero aun la gente vivía en el campo, y salvo en las guerras, los caballos no te pasaban por encima.
Recién en el siglo XIX la gente empieza a irse a las ciudades y los caballos pierden algo de lugar frente a los trenes. Pero aun mantuvieron su hegemonía urbana hasta entrado el siglo XX, cuando un tal Henry Ford transformó al automovil en un bien masivo. Ese fue el último golpe a la peatones: La gente se motorizó y empezó a sentirse poderosa, montada en sus caballos de hierro con techo, y comenzó a pisar a sus congéneres que aun seguían a pie. Como las calles no eran seguras, los peatones fueron segregados hacia unos lugares pequeños y llenos de obstáculos, llamados veredas, y se les prohibió cruzar las calles a menos que un munequito verde o blanco se los indicase. La peatonocracia había sido derrotada.

Resistiendo


¿Derrotada? Solo de vez en cuando y en algunos lugares, los peatones intentaron revelarse y retomar ese impulso perdido. En las manifestaciones y marchas, la gente caminando no hace otra cosa que recordar aquellos tiempos de igualdad en dos piernas. En algunos pueblos, como General Rodríguez, se arraigó la costumbre de caminar por el medio de la calle, sin temor a automovilistas ni camiones de La Serenísima. Aunque ultimamente, y esto hay que decirlo, la densidad poblacional, el boom de motociclistas suicidas y el soberbio paso de las unidades de La Perlita - arrasando todo a su paso- conspiran contra el mantenimiento de esta noble tradición. Pero incluso en calles céntricas de la ciudad de Luján (donde se los ha visto) algunos nobles luchadores por la causa de la “dodge” -de las “dodge patas"- efectúan actos de reivindicación peatonócrata, pasando con el semáforo verde en las bocacalles, primereando el paso de las camionetas, interponiendo con su cuerpo el frío metal de los sedanes 5 puertas. Lejos de ser actos suicidas, intentan, al menos momentaneamente, recomponer el equilibrio del mundo.

Una tierra para los peatones


Si bien la peatonocracia tiene graves problemas para su desarrollo en Argentina, a pocas millas de aquí, en la república Oriental del Uruguay, goza de excelente salud. En ese pequeño país de marihuana legal, presidentes pobres y delanteros con excelente mordida, se encuentra el cuartel general de la peatonocracia, situado en la ciudad costera de Colonia del Sacramento. Todo argentino que se precie se habrá sorprendido de la ausencia de semáforos en dicha ciudad. Mas sorprendido aun al ver que ante el primer pie fuera de la vereda los automovilistas reducían la velocidad y permitían el paso. Los peatones Uruguayos ni miraban al cruzar. Como verdaderos peatonócratas, se imponían: los automovilistas acataban.
No solo en colonia sucede esto. Puedo dar fe de cosas mas sorprendentes, porque las he visto. En la rambla de Montevideo, uno de los principales accesos al centro de la ciudad, donde los autos circulan a alta velocidad, pude apreciar vehículos detenerse a cero para permitir el paso de peatones que recién insinuaban su intención de cruzar. Los conductores no se detenían de manera forzada sino naturalmente, sin puteada feroz de por medio. A la altura de la ciudad vieja, una suerte de “paso peatonal a demanda” nos permitía pulsar un botón y poner en rojo el semáforo de la avenida. Casi que no hacia falta.
Mientras veía esto imaginaba un escenario alterno, con una colectividad Uruguaya viviendo en las cercanías de los lagos de palermo: en mi fantasía, centenares de personas cargando termos morían al intentar cruzar avenida del Libertador, uno de los peores lugares del mundo para ejercer la peatonocracia.

Compañeros de lucha


En la esquina de Humberto Primero y San Martín, se declaro abolido el estado, instaurado el sexo libre y prohibidas las vacunaciones antirrábicas. En esa esquina habitan unos de los mejores amigos y aliados de los peatones, enemigos mortales de los automovilistas y de los tipos en moto. Un profundo coraje y arrojo los caracteriza, así como una enorme ternura con los portadores de sustancias comestibles. Los perros callejeros de Luján son increiblemente mansos ante la mano del peatón. Juegan y se dejan acariciar la barriga. Te miran con ojos humanos y te dicen “si, odio a los autos tanto como vos, peatonócrata”. Tengo que reconocer que utilizan tácticas que pueden no gustarle a algunos: Persiguen vehículos sin temor a la muerte, muerden ruedas y patentes, esquivan patadas de chicos de gorra a bordo de motos de baja cilindrada. Pero en cada persecución, nos muestran el camino. Nos tienden una pata -a veces las cuatro- mientras duermen placidamente tirados en medio de la vereda. Nos dicen con sus ojos tiernos: “como no hacerlo, si ustedes caminaban junto a nosotros a todas partes, desde que el mundo se hizo mundo”.

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